Los perros fueron en la Grecia
clásica, no solo auxiliares en la guerra y en la paz, sino los más
desinteresados compañeros de los héroes. Buena prueba de ello tenemos en el
perro Argos, exaltado por Homero con su habitual grandeza de estilo. Cuando
Ulises retornó a Itaca, después de veinte años de ausencia, nadie le reconoció
bajo sus harapos de mendigo. El héroe, entristecido y mustio, paseaba con
Eumeo, el criado de su palacio y guardián de los ganados. De pronto, Argos se
aproximó a Ulises, movió alegremente el rabo, dobló las orejas en señal de
sumisión y lamió la mano de su dueño. El gran patricio y victorioso soldado,
emocionado ante tan constante fidelidad, lloró enternecido, mientras Eumeo
decía: “Es el perro de un héroe que murió en tierras extrañas. Ahora el pobre
animal yace abandonado en un estercolero. Desde que Ulises pereció, lejos de su
patria, las mujeres de este palacio, negligentes y perezosas, le han abandonado
a su triste suerte.” El perro “Argos” murió después de haber reconocido a su
señor y haberle rendido homenaje de pleitesía.
La acrópolis de Corinto fue
salvada por los perros que la custodiaban. Combatiendo valientemente mientras
dormía la soldadesca, detuvieron al enemigo y dieron tiempo a que se organizase
la defensa. Por su parte, los reyes de Macedonia hacían pasar a sus súbditos
entre filas de perros para purificarlos. Los filósofos no dejaron de hacer
justicia a tan fieles amigos del hombre. Plutarco atribuía a estos animales la
facultad de pensar, de obrar y de entender con raciocinio. Plinio afirmaba que
hubo pueblos gobernados por perros, y Sócrates tenía la costumbre de jurar por
el suyo. Platón, a su vez hace decir a Sócrates en su República: “Es necesario escoger un guardián para la ciudad, un
guardián capaz de descubrir y asustar al enemigo y que, al mismo tiempo, sea
bastante fuerte y valeroso para combatir frente a él. Nuestro amigo, el perro,
nos ofrece un bellísimo ejemplo. Ya sabeis que todos los perros, bien educados,
son perfectamente corteses con sus familiares y adustos con los extraños. Este
instinto es en ellos de origen ejemplar y agradable. Vuestro perro es un
verdadero filósofo, porque distingue al amigo del enemigo con el único criterio
que da el conocer y el no conocer. ¿Cómo podrá el hombre dejar de amar a
aquellos que saben discernir tan diestramente lo que es amistoso y útil de lo
que es hostil y maléfico con la única intuición del conocimiento y de la
ignorancia?” También Plutarco celebró las gloriosas gestas del perro Malampito,
que atravesó a nado el mar en plena tempestad para reunirse con su dueño, un
negociante de Corinto.
Hubo muchos perros famosos en Grecia. Sobresale entre ellos, el perro de Alcibiades, admirado por todos los atenienses. Su dueño le exhibía con un collar de oro macizo por las calles de la ciudad. “Ircano”, perro de Lisimaco, rey de Tracia y Macedonia, muerto en la batalla de Ciropedión, dio a conocer con sus fúnebres ladridos el lugar donde se hallaba el cadáver de su amo, y se lanzó a la hoguera en la que fueron consumidos los restos mortales de aquel. Diógenes mandó colocar un perro sobre su tumba. Simón de Egino esculpió un perro que se catalogaba entre las mejores obras de la estatuaria griega. El perro de Giason Licio, el que organizó la expedición de los argonautas, murió de hambre junto al cadáver de su ilustre jefe, expresándole asín su adhesión ilimitada. Los perros de Alejandro de Macedonia han dado lugar a una curiosa historia: el rey de Albania había regalado al más ilustre de los generales del mundo un potente mastín, y Alejandro quiso asustarle haciéndolo llevar a un parque donde guarecía a sus osos y otros ejemplares de fieras. El perro, lejos de asustarse, contempló inmóvil a esos terribles huéspedes del gran monarca, comportándose como si los creyera inferiores a él. El soberano, que se consideraba el más valiente de la tierra, no pudo soportar su actitud de reto y, celoso de que alguien, aun ajeno a la raza humana, fuese superior a él en bravura, ordenó matarle. Al tener noticias del suceso, el rey de Albania le envió otro perro, llamado “Peritas”, advirtiéndole que no luchaba con animales de baja calidad, sino con leones, elefantes, tigres y otros de esta estirpe, hasta el punto de que solo había dos en la tierra con quienes poder compararle. Alejandro puso a prueba el raro ejemplar. “Peritas” despachó en una abrir y cerrar de ojos a un león de aspecto feroz. Entonces lo enfrentó con un elefante. “Peritas”, alternando la astucia con la audacia, logró dar en tierra con el paquidermo. El valeroso perro fue desde entonces el favorito del gran conquistador. Al morir, su amo fundó en honor suyo la ciudad de Perita.
En Roma, la imagen del perro figuraba siempre al lado de las estatuas de los lares y penates. Representaba el emblema de la fidelidad, de la obediencia, del acatamiento al poder de los superiores. Incluso los grandes dioses, como Mitra, llevaban consigo la compañía del perro. En cambio cada año se hacían sacrificios de perros en loor de Phito, de Minerva, de Hécate o de Proserpina. Las fiestas lupercales se iniciaban con la matanza de estos animales en las grutas consagradas al dios Fauno. En el templo de Esculapio se mataba anualmente un perro, en castigo por aquellos que dejaron de ladrar cuando los galos penetraron de improviso en el Capitolio: sin embargo, fueron los mejores auxiliares de las legiones romanas. Los números más apasionantes del circo consistieron en luchas de grandes perros entre sí, o con otros animales. Dentro de los perros circenses se distinguían por su acometividad, los mastines británicos, los procedentes del Epiro y los fenicios.
El escritor italiano Columena,
se expresa con gran fervor respecto a las virtudes que adornan a los perros.
Según él, entraña un fundamental error el hecho de colocarlos entre los
animales carentes de palabra. Ada uno de los matices con que emiten sus ladridos,
revela, a su entender, la expresión de su sentimiento, de un deseo, de una
idea. Lucrecio, que fue uno de los más grandes admiradores de los perros,
defiende parecidas teorías. Sus elogios al perro de ganado constituyen una de
las más bellas joyas de su inolvidable poema De rerun natura. “El perro sueña –dice-, lo vemos por su inquietud
y hasta por los ladridos que emite mientras duerme, luego algo en el sigue
despierto, mientras su cuerpo descansa tras las diarias fatigas.” Al narrar las
trágicas escenas de la peste de Atenas, describe Lucrecio la ciudad en pleno
colapso, con sus calles llenas de cadáveres, y, mientras el terror hace
desertar de aquellos infaustos recintos a los pocos ciudadanos inmunes de la
dolencia, allí quedaron los perros sin moverse, ni un instante, junto al dueño
fenecido, ladrando desesperadamente en demanda de auxilio.
Era el perro leal custodio de
las casas romanas casi nunca faltaba una inscripción Cave canem, “¡cuidado con el perro!”. A veces junto al letrero se
veía la silueta del animal. Virgilio, que supo expresar como nadie el genio
romano, ha cantado en las Geórgicas
los servicios extraordinarios que presta al hombre su fiel compañero. Con
sublime acento lírico, aconseja a los pastores que cuiden a su perro como si
fuera un familiar más, porque es indispensable para el buen orden del ganado,
la custodia del hogar, las artes de cetrería. El poeta bilbilitano Marcial se
exalta ante el recuerdo del perro “Vertago”, capaz de apresar una liebre con
sus dientes sin destrozarla. Solino, el cronista cuenta que cuando Nerón
encerró en la cárcel a Tito Sabino, éste era visitado cotidianamente por su
perro. Le siguió después hasta el suplicio y cuando su cadáver fue lanzado al
Tiber, el perro se dejó morir en el rio. Plutarco menciona a un perro denominado “Zopico”, que representaba con
extremada pulcritud difíciles pantomimas ante el emperador Vespasiano.
Trimalción, según Petronio, pidió en su testamento que labrasen la imagen de su
fiel perrita a los pies de su estatua. El llamado perro de Melita, de raza
pequeña y pelo largo, de ensortijados bucles y cabeza alargada era el preferido
de las romanas elegantes que lo llevaban consigo a las termas, a los paseos y
en los viajes. Era una raza de perros que abundaba en Sicilia, pero tal vez,
originaria de Malta. Uno de estos ejemplares perteneció a Popea, la mujer de
Nerón, y dio lugar a una disputa tan violenta entre ella y Lépida, tía del
emperador, que ésta murió casi inmediatamente del disgusto.