Si quiere tener un amigo para
conversar, con la casi seguridad de ser comprendido, al menos, en lo más
elemental, y no ser importunado por una respuesta desagradable, tome por
compañero a un perro. Lo saludará alegremente al llegar a casa de vuelta del trabajo
o al regresar de un viaje. Será el último en darle la despedida. Compartirá su
felicidad y sufrirá su dolor. Es agradecido a las atenciones que tenga con él;
por eso se siente el más feliz de los mortales cuando le lleva a pasear. Su
vida es su amistad con su adoptante. Pero exige, a cambio, atenciones y
constancia. Tanto mayor será su solidaridad cuanto más directamente
participemos en su cuidado. No hay que olvidar, sobre todo, que abandonar a un
perro, después de haberle exigido su confianza, equivale a matarle.
El perro, conjunta y enlaza
armoniosamente la belleza y la elegancia de sus líneas, el supremo encanto de
su forma, la ligereza de sus actitudes, la vivacidad de sus reacciones, con su
natural ardor, su cólera, e incluso, su ferocidad, cuando conviene poner a
prueba su carácter. Pero ante un gesto de su adoptante, pasa, sin transición,
del arrebato paroxístico a la actitud más dulce. Arrastrándose, se pone a sus
pies y aguarda las ordenes que pueda darle. Cuando monta la guardia en nuestro
hogar, se muestra a la vez orgulloso y decidido.
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